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Turismo humanitario y otras infamias

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Hordas bajaron a las atractivas y bohemias colonias Condesa y Roma, a hacerse ‘selfies’ frente a edificios derrumbados

Tragedias tan brutales como la que desencadenó el sismo de la semana pasada en México suelen dejar no solo un lastimoso saldo de víctimas entre fallecidos y damnificados, también un rosario de héroes y de villanos. Los momentos extraordinarios hacen brotar lo mejor y lo peor de la condición humana y lo que hemos vivido estos días lo muestra hasta la saciedad.

Junto a los brigadistas y voluntarios que se dejaron la piel y el insomnio las primeras 72 horas (algunos continúan todavía al pie de los edificios derrumbados y los centros de acopio), se pudo observar un nuevo fenómeno que, a falta de mejor nombre, llamaré “turismo humanitario”.

Hordas bajaron a las atractivas y bohemias colonias Condesa y Roma, a hacerse selfies frente a edificios derrumbados, a tomarse la foto con tapabocas y casco, a describir a través de sus celulares el paisaje de ruinas y edificios desahuciados, de las calles convertidas en escenas de crimen por las cintas de la policía.

Lo describo como un turismo humanitario, porque en apariencia tenía el propósito de ayudar a las víctimas y mostrar solidaridad con el caído, pero en realidad cumplía el propósito que esencialmente persigue toda actividad turística: ocio y esparcimiento. Viernes, sábado y domingo la Condesa se convirtió en una especie de parque temático apocalíptico, un espacio a visitar, una experiencia para coleccionar. La última vez que fui a un museo en Nueva York me llamó la atención que la mayor parte de los visitantes pasaba de espaldas frente a la célebre La noche estrellada de Van Gogh; no iban a ver la pintura sino a tomarse una selfie con el cuadro detrás de sus sonrientes y orgullosos rostros. Literalmente pasaban frente a la obra sin verla. A cambio, salían con la imagen digitalizada que mostraba un contundente: “Yo estuve allí”.

Este fin de semana volví a pensar en esos falsos turistas culturales. Por desgracia me tocó formar parte de los que no pudieron regresar a casa debido a los daños sufridos en el edificio que habitaba. Cientos, quizá miles, merodeamos en torno a nuestros domicilios preguntándonos dónde dormiríamos esa y las siguientes noches, cuándo podríamos cambiarnos de ropa o recoger el celular o la cartera abandonada. Todos recibimos alguna ayuda de los maravillosos brigadistas convertidos en ángeles providenciales.

Pero también atestiguamos las legiones de visitantes atraídos por el morbo que supone la tragedia ajena. La misma fascinación que un accidente en carretera ejerce en el resto de los automovilistas que pasa por la escena a vuelta de rueda solazándose, sin reconocerlo, por formar parte de los supervivientes. Supongo que, en efecto, todo infortunio en cabeza ajena nos hace supervivientes.

El turismo humanitario no respetó clases sociales, edad o sexo. Igual percibí señoras elegantes de las Lomas y de Polanco enfundadas en vaqueros de 500 dólares y el pelo recogido en pañoletas Pineda Covalin que a jóvenes de barrios miseria estupefactos al atestiguar que el desastre también podía cebarse en contra de los pudientes. Unos y otros aceptaron chalecos de rescatista, tapabocas, y cuando lo había, algún casco protector, y deambularon por el tour improvisado de los edificios siniestrados. En algún momento se dijeron a sí mismos que ya había demasiados voluntarios, que “mejor ayuda el que no estorba” y regresaron por donde habían venido. Eso sí, con el corazón henchido y gratificado por haber sentido el deseo de ayudar al prójimo y por estar en posibilidades de postear la foto en Facebook o Instagram para demostrarlo.

No se me malentienda. Hace una semana, en este espacio, elogié la enorme generosidad de miles de espontáneos que minutos después del sismo y a lo largo de los siguientes días aparcaron sus vidas para salvar las de otros. Nunca podremos agradecer lo suficiente su esfuerzo y solidaridad. Y, desde luego, detrás de cada tragedia bullen enormes infamias: desde los constructores e inspectores asesinos que prohíjan edificios tumba, hasta los que asaltan en medio de la catástrofe. Comparadas con esas canalladas, parecería peccata minuta el falso turismo humanitario que aquí describo. Sin duda. Pero es una frivolidad que nunca había observado, o al menos no en esta escala, en medio de un siniestro como el que sufrimos. La posmodernidad digital, supongo.

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